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El llamado bíblico a la perfección en la vida del cristiano

la perfección en la vida del cristiano
Decir “no soy perfecto” puede ser una confesión humilde, pero también puede convertirse en una coartada espiritual para evitar el arrepentimiento y resistir la obra transformadora del Espíritu Santo.

Es un hecho que la Biblia nos manda a ser perfectos, a vivir una vida santa, íntegra y en constante crecimiento espiritual. 

Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. (Mateo 5:48)

¿Qué significa esto?

Este llamado no se limita a un solo texto ni a una exhortación aislada, sino que atraviesa toda la revelación bíblica. Jesús declara: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). El Señor ya había dicho a Abraham: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). El pueblo de Dios es exhortado: “Perfecto serás delante de Jehová tu Dios” (Deuteronomio 18:13). El apóstol Pablo afirma que el propósito del ministerio es “presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Colosenses 1:28), y Pedro exhorta: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15–16). La Escritura es clara: Dios llama a su pueblo a la perfección, a la santidad y a la madurez.

Sin embargo, este llamado suele ser malinterpretado. Algunos lo leen como si Dios exigiera una perfección sin pecado en esta vida, lo cual inevitablemente conduce al orgullo espiritual o a la desesperación. Otros, quizá con mayor frecuencia, lo reducen a una meta inalcanzable y, bajo la frase “nadie es perfecto”, justifican una vida cristiana sin arrepentimiento profundo, sin crecimiento y sin transformación real. Ambos enfoques son ajenos al mensaje bíblico.

Para entender correctamente Mateo 5:48, debemos considerar su contexto. Jesús pronuncia estas palabras al final de una sección del Sermón del Monte donde confronta una justicia superficial y externa. A lo largo del capítulo 5, Jesús muestra que la justicia del reino de Dios no se limita a cumplir reglas externas, sino que alcanza el corazón, los pensamientos y las motivaciones. El odio es asesinato en su raíz, la lujuria es adulterio del corazón, y el amor debe extenderse incluso a los enemigos. La conclusión de Jesús no eleva un ideal abstracto, sino que resume su enseñanza: la vida del discípulo debe ser completa, íntegra y sin reservas delante de Dios.

La palabra que Jesús usa para “perfectos” es el término griego teleios, que no significa impecabilidad absoluta, sino plenitud, madurez, algo llevado a su propósito. En otras palabras, Jesús no está diciendo que el creyente nunca pecará, sino que no puede conformarse con una obediencia parcial, selectiva o cómoda. El estándar de Dios no es “ser mejor que otros”, sino reflejar el carácter del Padre. El llamado es a una vida entera, no dividida, orientada completamente hacia Dios.

La misma Escritura que nos llama a la perfección reconoce con honestidad la lucha continua del creyente contra el pecado. Pablo describe esta lucha en Romanos 7, afirmando que no hace el bien que desea, sino el mal que aborrece. Juan declara que “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos” (1 Juan 1:8). Pablo confiesa abiertamente: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto” (Filipenses 3:12). Por lo tanto, la Biblia no se contradice: no somos perfectos en el sentido de estar libres de pecado, pero sí somos llamados a avanzar hacia la madurez y la santidad.

El verdadero problema surge cuando la verdad bíblica de nuestra imperfección se usa como excusa para permanecer igual. La gracia de Dios nunca fue dada para justificar el pecado, sino para liberarnos de él. Pablo lo expresa con claridad: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera” (Romanos 6:1–2). Decir “no soy perfecto” puede ser una confesión humilde, pero también puede convertirse en una coartada espiritual para evitar el arrepentimiento y resistir la obra transformadora del Espíritu Santo.

Aquí es donde el evangelio brilla con toda su fuerza. Dios no nos acepta porque seamos perfectos, sino porque Cristo lo fue en nuestro lugar. Jesús vivió la vida perfecta que nosotros no podíamos vivir, y por medio de la fe, su justicia nos es imputada. “Dios nos hace justos a sus ojos cuando ponemos nuestra fe en Jesucristo” (Romanos 3:22–24). “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él” (2 Corintios 5:21). Nuestra aceptación delante de Dios descansa completamente en Cristo.

Pero esa justicia imputada nunca permanece sola. Aquellos que han sido justificados son también santificados. La perfección que Cristo nos da por gracia se convierte en el modelo de vida que ahora perseguimos. No para ganar el favor de Dios, sino porque ya lo hemos recibido. El creyente no vive cómodo con su pecado, sino en lucha contra él. No se conforma con su estado actual, sino que anhela parecerse cada vez más a Cristo.

Ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto significa vivir una vida orientada hacia la santidad, marcada por el arrepentimiento continuo, el crecimiento espiritual y la obediencia sincera. Significa no quedarnos en la misma inmadurez espiritual que teníamos cuando conocimos al Señor. Significa depender no de nuestra fuerza, sino del Espíritu Santo, porque como dice el Señor: “No con ejército ni con fuerza, sino con mi Espíritu” (Zacarías 4:6).

En conclusión, Mateo 5:48 no nos llama a una perfección orgullosa ni a una desesperación paralizante, sino a una vida transformada por la gracia. No somos perfectos, pero tampoco podemos quedarnos igual. El verdadero creyente camina hacia la madurez, confiando en que “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6). Ese proceso de perfeccionamiento es, precisamente, una de las evidencias más claras de que pertenecemos verdaderamente a Cristo.


- Rey Proenza